Mi Lolo y Lola
Ahora que en mi familia discutimos por ver quién saca a Lolo a la calle, algo nunca visto, me fijo mucho más en las pocas personas con las que me encuentro. Me río del efecto que le harán a esa los guantes y la mascarilla que lleva apoyada sobre la barbilla porque va fumando o me fijo en aquel que, cada vez que salgo, lo veo con un perro diferente; en fin, es algo inevitable ahora que las aceras y los parques se han convertido en territorios absolutamente desérticos.
Durante estos días me he cruzado con algún perro paseando a su dueño, y en ocasiones el dueño era el mismo pero con diferente perro. Efectivamente, era un vil acaparador que tiene varios chuchos a su servicio que le permiten salir a pasear con más frecuencia que el resto de los mortales.
Cada vez que me lo cruzo lo miro con odio, pero mucho me temo que no llego a traspasar su indudable falta de conciencia. Es irremediable imaginar el disfrute del saber que todos los días pisas esas calles prohibidas con un salvoconducto de cuatro patas; pero aún mayor es el disfrute sabiendo que tus vecinos te envidian. Gente así no debería ser feliz.
Claro que, después vuelvo a casa, entro en la portería tirando de la correa y me encuentro a mi vecina Lola, la del cuarto, que no tiene más mascota que un canario en el balcón y nos mira con bastante odio a mi Lolo y a mí; pero, la verdad, es que tampoco me logra traspasar mi indudable falta de conciencia.