Vaya un pavo
Hay veces que las ocurrencias las carga el diablo. La última que he tenido ha sido querer demostrar a mi familia, a los que a pesar de ser familia aún quiero, que he aprendido a cocinar durante el confinamiento. Así que prometí que la comida de Navidad quedaba en mis manos y en las de un hermoso pavo que iba a ser preparado al más puro estilo americano. Un pavo de tres kilos y medio, bien hermoso, que compré deshuesado, envasado al vacío y al que dejé en la caja que venía embalado para que continuase dormitando.
La amplia sapiencia culinaria adquirida en el confinamiento no incluía el guiso de tan insigne ave, y, por eso, me puse a navegar por todos los foros de cocina que encontré, leí más de veinte tipos de recetas diferentes e hice acopio de todos los ingredientes.
Como la juventud es temeraria, conforme se acercaba la Navidad, me dediqué a recordar en el grupo de WhatsApp de la familia –mejor no os digo cómo se llama-, que este año cocinaba yo y que me iba a salir un pavo inigualable, de chuparse los dedos. Conseguí que la expectación fuera aún más alta de lo que yo quería y, como en toda familia que se precie, aún más altas eran las ganas de sacar algún defecto a mi pavo que me dejase en evidencia.
El día de autos sazoné el pavo, que ya casi era de la familia tras un mes esperando su estreno, le introduje el relleno con sumo cuidado, lo maniaté y lo metí en el horno a la temperatura adecuada y durante el tiempo debido. Mientras, hice una salsa de ciruelas exquisita, modestia aparte, y la casa olía a elixir de dioses.
Toda la familia acudió con sus mejores galas a la comida de Navidad. La mesa estaba primorosamente puesta, los villancicos sonaban y hasta los niños estaban calmados. Nada podía estropear esa comida.
Por fin, tras los aperitivos, que yo insistía en que comieran con moderación para que pudiesen repetir pavo, llegó mi gran obra, con sus muslos redonditos, su dorado de playa caribeña y su aroma delicioso.
Lo trinché y los efluvios como de camembert invadieron el salón. Los primeros filetes salieron directos a la mesa de los niños que muy educadamente dijeron que no les gustaba. Ya se sabe que no está hecha la miel para la boca del cerdo, y que los niños no aprecian los exquisitos manjares de los adultos.
Entre risas, y con alguna copa de vino de más, empezamos los mayores a deleitarnos con mi pavo y la catástrofe se desató. El sabor era como si bebieras lecha caducada con jamón york rancio. Sólo mi tío, que tiene un estómago de hierro, cumplió con el asado y se comió su plato sin ninguna consideración, a pesar de las quejas de los demás.
Yo no entendía qué podía haber pasado; así que fui corriendo a la basura a ver la caja y allí se desveló el misterio. Resulta que el dichoso animal se tiene que conservar entre uno y ocho grados. Mi pobre pavo había estado tres semanas pudriéndose y cogiendo solera en un armario de la cocina.
Pobres niños, que los utilizamos cual canario en una mina. Y pobre yo, que le acababa de dar a mi familia munición para un año entero. Pero bueno, como dijo una vez una pava, no siempre los pavos saben bien.