Trileros

Era enero y el sol brillaba en la gélida ciudad de Berlín, donde un grupo de amigos estábamos disfrutando de un fantástico viaje. Visita obligada es al famoso muro, o más bien lo que queda de él. Y allá que fuimos, concretamente a su imagen más célebre, la del beso de tornillo entre el líder soviético Brézhnev y el alemán Honecker. Debe ser que semejantes personajes atraen a ciertos pícaros como lo que ya sabemos a las moscas, ya que por allí rondaban los trileros, a la caza de ingenuos, osados y estúpidos turistas. 

El más avispado de mis amigos sabía que algo chirriaba, pero se creía mucho más listo que los demás, como los que llaman a los programas de televisión para completar la adivinanza del color blanco de Santiago y ganar dinero fácil. Y es que, en ocasiones, olvidamos que hasta los más inteligentes cometen estupideces.

Pese a nuestras advertencias, mi colega desenvainó un billete de 50 cual Cid con su Tizona y ya os podéis imaginar lo que paso; le duró menos que una promesa electoral. Evidentemente la bolita no estaba y sus 50 dejaron de estar. ¡Qué dolor! Allí descubrió que hasta el más tonto de esos trileros hacía relojes con los pies comparado con él. Esta historia del más brillante de mi promoción no creo que la ponga en su currículum, pero tampoco tiene que castigarse por haber hecho el pardillo en modo profesional. Al fin y al cabo hay premios Nobel que son absolutos majaderos, u otros, como Neruda, que defienden dictaduras. 

También hay quienes creen que ser bueno en algo te hace superior, olvidando que creernos más listos que el resto es la esencia de las estafas piramidales. Tampoco obviemos a los que se inflan como un globo con un cargo, un apellido, un cuerpo esbelto o una cuenta de banco, y olvidan que vivimos en un mundo lleno de alfileres. En definitiva, la culpa de ciertos timos no es de los timadores sino de los timados, por creerse mejores que los demás.


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